jueves, 14 de octubre de 2010

A Sí Mismo

Bueno, gente, publico esto aquí porque no cabe en el feisbuc. Hay que saber valorarlo en su justa medida. Es una chorrada. Pero escrita en 56 minutos e ideada en 1, y teniendo en cuenta que solo he corregido cuatro chorradas y cambiado un pelín el final, tiene un pequeño merito. Así que lo subo. BICOS AI GUORZ IT.
A Sí Mismo

–Me has conocido en un momento extraño de mi vida –se dijo a sí mismo, o más bien su persona retratada en el espejo. Allí estaba él, viejo conocido, que mientras se afeitaba las mejillas con cuchilla oxidada le devolvía una mirada incredulidad pues no atinaba a saber las causas de ese extraño momento–. ¿Y eso? Nada, amigo, que ahora estoy yo, aquí, más solo que la una, y eso no es normal, ¿sabes?–No lo sabía, así que negó con rotundidad–. Bueno, para ti es fácil, claro. Tú naciste como método para mi comunicación después–recalcando con fuerza el “después”–de que la humanidad pereciese, muriese, palmase o fuese abducida por los ovnis, ¿vale? Así que normal, normal que no te parezca extraño, pues extraño por definición es diferente y para ti, amigo mío, siempre ha sido así, pero para mí es un momento extraño. Bueno, quizás no un momento. Un periodo. Una fase vital. Aunque hay tan pocas posibilidades de mejorar lo presente que más bien debería decir que es para siempre, pero, ¿quién sabe? ¿Quién soy yo para negarme un poquito de ilusión? Nadie –se contestó, asintiendo en el espejo–. Gracias, eso mismo quería decir yo. Nadie, no soy nadie. Así que mi racioncita de esperanza, pues eso, me la quedo. Y bien que haces. Y bien que hago, ya te digo.
Abandonó la cuchilla en el baño lleno de moho, revisando su apariencia, o mejor dicho, la apariencia de su alter ego personificado en el espejo, y se sintió satisfecho con los resultados. Tres años de barba abandonados por una buena y abundante perilla, y unos mofletes vistosos y descarnados. Vistosos según los cánones de un mundo en el que él era el único habitante y podía decidir lo que molaba y lo que no, y descarnados por definición. Estaban tan hundidos en los pómulos que parecían dos orificios de entrada a quién sabe dónde. Pero vamos, normal. Después de que las raciones de comida empezasen a caducar y su alimentación se redujese a un sencillo “aquí te pillo aquí te como”, quejarse de tener las mejillas hundidas era un tanto exagerado. Había que ver cómo estaban las costillas, y comparar.
–¿Sabes? –se dijo, mientras recogía su escopeta y salía de la casa al soleado y abrumador exterior–. Hace mucho que no contamos chistes. ¿Te cuento alguno? ¡Claro, tío, claro! Esto es un caracol que derrapa–se dijo, riéndose para dentro, mientras que su otro yo, su verdadero yo, pensaba que aquel chiste era una mierda y que en un mundo sin nadie para inventar chistes, solo quedaban los que él supiera, y si su subconsciente sacaba aquella bazofia como el primero a contar, es que el humor iba a morir muy pronto– Vale. Vale. Sé que es malo, lo sé. Cuéntame otro así y nos meto una bala entre ceja y ceja. ¡Joder, tío, cálmate! Que solo era un chiste. Eso no es un chiste, eso es una cagarruta de un señor. Vale, hombre, vale, te cuento otro. ¿Qué es un negro en la nieve? ¡Un blanco fácil! –rieron juntos. Ahora, los chistes racistas, homófobos, sexistas, y todos los de mala calaña ahora estaban libres de prejuicios. No había ningún negro, gay, o mujer que se pudiese ofender con ellos.
Llegó hasta el coche, su querido Ferrari en pintura granate metalizada. Había cruzado varios cientos de kilómetros solo para encontrar un concesionario Ferrari y hacerse con uno. Los pequeños detalles, en eso residía el secreto para disfrutar de la vida en el Apocalipsis. Entró y dejó la escopeta y tres latas de habas, que eran de lo que menos tardaba en enmohecerse, en el maletero. La casa que dejaba atrás era una de esas casitas de pueblo sin mucho que contar, pero también había encontrado una playboy. Pero de las antiguas. De las realmente antiguas. Años cincuenta lo menos. Debía tener un valor de coleccionista de la leche. Así que la coleccionaría.
–Oye, ¿te acuerdas de María? Claro. No deberías–aclaró el yo original a su versión personificada–, tú nunca la conociste. No, no la conocí literalmente, pero vamos, tú la conoces, y yo soy tú, en esencia, así que me acuerdo. Cierto, cierto. Bueno, es que me estaba viniendo a la mente que el chiste que contaste antes se lo conté una vez y se partió el culo. Es verdad, es verdad. ¿Con quién acabo al final? –se preguntó el yo auténtico a su alter ego–¿Con la Muerte, cómo el resto? Venga, eh. Con Damián. Sucio hijo de puta afortunado. Sí. Era la ostia, María. Lo era, lo era. Bah, tenía que haberle echado más cojo… Ey, ¿qué es eso?
A unos dos kilómetros, en las colinas, le pareció ver que se movía algo. Iba por una carretera y llevaba luces. Parecía un coche. Un coche. Un coche.
–¿Es un coche, tío? Eso parece. No jodas. ¡Un coche! ¡Un coche joder! –gritó dando saltos de alegría. Entró corriendo en el Ferrari, encendió las luces y comenzó a pitar la bocina mientras arrancaba el motor–. ¡Gente, joder, gente! ¡No soy el único! Ey… ¡Gente! Tío, escucha, no quiero ser el pájaro de mal agüero pero... ¡Gente!
Pisó a fondo, sin perder de vista la carretera por la que el otro coche se alejaba, su cara cubierta por una sonrisa radiante, absoluta.
–Tío, eh, escucha. ¿Y si es alguien peligroso? –dijo su otra persona mientras él negaba, circulando a ciento cincuenta por una comarcal sin sentirse un tarado al volante–. Vamos no me jodas, hombre. Sea quien sea es alguien vivo. ¡Y hay un cincuenta y un por ciento de posibilidades de que sea tía! ¡Incluso un veinte y tres de que sea follable! ¿Cómo cojones va a ser peligroso? Pues siéndolo, joder. ¿Y si tiene víveres solo para sí? Igual se niega a compartirlos. ¡Claro, hostia, claro! A compartirlos dice. Vete a cagar. Igual somos las dos únicas personas vivas en la tierra, ostia. Tenemos el instinto de especie, de esos. Por muy cabrón que sea, estamos solos, joder–podía ver el vehículo parado no muy lejos. Estaba dándole las largas–. ¿Lo ves, cacho imbécil? Nos está llamando. ¡Nos llama! ¿Y si quiere jodernos, y si es una emboscada? ¿Pero a ti que te pasa? ¡Que puede matarnos! ¡No me vengas con esas, coño! Sé cuándo estás mintiendo. Eres yo. Soy tú. Se te nota.
Su amigo personal e intransferible pisó el freno en seco y el Ferrari se detuvo, a punto de estrellarse contra un quitamiedos. Salió dando un portazo y se detuvo cuando él, atónito, decidió detenerse.
–Pero que huevos haces –dijo el verdadero, separando mucho las palabras, en un tono calmado y asertivo–. ¿Qué coño crees que haces? Puede ser un peligro–contestó su otro yo, abriendo el maletero y sacando la escopeta–. ¡No pienso dejar que nos mate! ¡Deja eso! –gritó él, lanzando la escopeta al maletero, pero su personificación la cogió al instante. Forcejearon de una manera imposible, como solo dos personalidades dentro del mismo cuerpo pueden forcejear, que en esencia se resume en agacharse, levantarse, tirar de un lado a otro de la escopeta y lanzar grititos histéricos. Al final, el yo original consiguió agarrar la escopeta el tiempo suficiente para lanzarla por la ladera abajo, entre unos matorrales de zarzas y ortigas–. ¡Que te den, cabrón! ¡No voy a dejar que mates al único ser vivo aparte de mí que existe! ¡Ah sí, eh! ¡Pues yo sí que no voy a dejar que me mates, pedazo escoria!
Aquello le dejó con la boca abierta en intervalos de tres segundos, y el ceño fruncido y la expresión airada en unos intervalos más cortos, de dos segundos y medio. Duró la escena poco más de medio minuto.
–Tú… Tú no eres un ser vivo, tío–dijo el primero de los dos, masajeándose la frente, comprendiendo por primera vez en muchos años que había llevado demasiado lejos su estúpida fantasía de su colega interior–. ¿Ah no? ¿Ahora no soy un ser vivo? ¡Que te jodan! Eres un marica de mierda. ¡Soy diez veces más tú que tú! ¿A quién mandas entrar cuando huele a muerto que tira para atrás en una casa! ¡A mí! ¿Y sí hay que degollar a un pobre bicho que yo, por supuesto, yo he matado? ¡A mí! Y cuándo te follas la muñeca hinchable, ¿quién crees que pone las vocecitas de chica y te dice todas esas guarradas? ¿Ella? ¡Soy yo! ¡Sí crees que voy a dejarte que conozcas a alguien y me olvides vas listo!
Caminó hacia el coche de nuevo, y tras rebuscar unos segundos en el maletero encontró una pistola. Hacía meses que no la usaba, así que ni siquiera se acordaba de que estaba allí. Al menos él. Su amiguito parecía saberlo muy bien.
–Tío, cálmate, no voy a olvidarte –trató de convencerle, todavía confuso–. ¿Qué te crees que soy? ¿Imbécil? ¡Se perfectamente que en el mismo instante que estés con otra persona, estaré obsoleto. Seré inútil. ¿Para qué hablar con tu amigo del espejo si ya tienes a alguien de carne y hueso? Pero… Pero tío, tú eres yo. Seguro que quieres conocer a alguien… Claro que quiero, pero… Tío, suelta el arma, te juro que no voy a dejar de hablarte solo porque… ¡Cállate!
El bofetón que su reflejo se soltó (podríamos ponerle le soltó, pero creo que se entiende) a su yo original les dolió a los dos. En respuesta, el auténtico lanzó la pistola al suelo, y cuando su personalidad alternativa le respondido dándose un puñetazo en el estómago, falló al tratar de alejarla de una patada. Se revolvieron por el suelo entre golpes, rodando por la calzada, atizándose el uno al uno hasta que al final, el nuevo logró alcanzar el arma y ponérsela al viejo (o sea, a él mismo) en la sien.
–Para, ¡joder! ¡Para! –trató de convencerse sin éxito. La rabia que había en los ojos de sí mismo cuando él no miraba no podía verla porque no miraba, pero si sentirla, y notaba que estaba enloquecido–. ¡Si me matas, morimos los dos, cabrón! ¡Pues prefiero llevarte a la tumba antes que morir solo! ¡Di que le matarás! ¡Dilo! ¡Estás loco! ¡Dilo!
–Ehm… ¿hola?
La voz de la chica les hizo volverse. A ambos. A él. Estaban (estaba) tirados (tirado) en la carretera, el arma todavía apoyada en la cabeza, cubiertos de mierda y barro, mirando como un par de idiotas (como un idiota solitario) a una chica delgada, quizás mona en el pasado pero indudablemente Afrodita en su presente, que les encañonaba con un rifle de caza y una ceja alzada en una expresión indefinida. Llevaba unos vaqueros cortitos, y bien claro estaba que aquellas piernas estaban hechas de miel, o ambrosía, o algo rico, porque fue verlas y soltaron el arma, se levantó, y todo pareció normal. O casi.
–Hola –le dijo. Dijeron.
–Ehm… Bueno, vi las luces de tu coche, y te estaba esperando pero… Como vi que no venías… Ehm… Vine a verte a ver sí, bueno…Ehm… Si estabas vivo o eras un zombi o algo… Ehm… ¿Estás bien? ¿Eres imbécil, lerdo o algo? ¿Tienes alguna, ehm, deficiencia? Ehm…
Al menos parecía que no era el único con problemas de comunicación.
–Nah, estoy más o menos bien. Una disputa interna. Está solucionada, ¿verdad? Estará, anda. Está solucionada.
–Ehm… Vale… ¿No vas a, ehm, hacerme daño, no?
–No creo. Lo único que te puedo decir es que tengo experiencia en joderme a mí mismo, así que no te puedo prometer nada.
–Ehm… Bueno, anda… Ehm…Vale. ¿Vamos a algún lado?
La chica se dirigió a su todoterreno, que había parado junto al Ferrari, para guardar el arma, así que aprovecharon para mirarse el uno al otro en el espejo retrovisor del Ferrari. Primero suspiró, luego se guiñó el ojo, luego suspiró, luego puso morritos, y al final, asintió.
–Venga, va–susurró.
–Ehm… ¿Has dicho, ehm, algo?
–¿Eh? Ah, nada. Estaba hablando conmigo mismo.
–Ehm… Vale. Seguidme, tengo, ehm, un refugio cerca.
Así que tomaron la carretera siguiendo a la muchacha, mientras de fondo, en el CD, o más probable, en su imaginación, sonaba la famosa canción de “Dos Hombres y Un Destino”.